Llovía mucho, aquella ciudad era una
en la cabeza y otra en los ojos.
Tu caminabas delante mía, yo rezagado
escuchaba a un amigo. No me interesaba lo más mínimo lo que me
estaba contando. Tu seguías adelante sin mirar atrás, sin saber que
te seguía. Y miraba como te mojabas y entré en una tienda para
comprarte algo que pudiera protegerte de aquella luvia y de aquel
frío, pero la tendera no entendía mi idioma, y yo sólo veía cosas
inútiles colgadas por todos lados. Le hacía gestos intentado
explicar pero no servía para nada.
Y luego estábamos en aquel castillo, y
yo estaba suspendido en el vacío con las manos en un pedrusco con
forma de esfera. De pie al borde del precipicio, y sin prestar
atención a mi más que probable hostia mortal, me hablabas de cosas
sencillas que aun en mi situación me encandilaban.
Yo miraba tus zapatos y pensaba en si
aguantar para siempre colgado de ahi, o soltarme un instante para
impulsarme y poder subir contigo, poder escucharte tranquilamente.
Decidí lo segundo.
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